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jueves, 3 de marzo de 2011

El asombroso viaje de Pomponio Flato (Eduardo Mendoza)


Ya estoy aquí de nuevo y, poco a poco, volveré a ir colgando lo libros que vaya leyendo, aunque lo dicho, poco a poco, hasta que mi cuerpo me pida seguir leyendo y, sobretodo, recupere "sensaciones" perdidas estos últimos meses.
Y para recuperarlas lo mejor era leer a alguien que nunca me ha defraudado, Eduardo Mendoza. He leído de él varias novelas, El laberinto de las aceitunas, La verdad sobre el caso Savolta y, ahora, El asombroso viaje de Pomponio Flato
La obra narra las peripecias de un filósofo, Pomponio Flato, en busca de la juventud eterna a través de un agua milagrosa que le lleva hasta Nazareth. Allí se encuentra con la petición de un niño, a la postre Jesús, para que haga de abogado en la defensa de su padre, José, declarado culpable de asesinato.(Declarado culpable a la pena de crucifixión, no se puede llevar a cabo la pena porque es el único carpintero de Nazareth,je,je)
A partir de ese momento vamos a ir descubriendo una historia paralela de los personajes que rodearon a Jesús en sus primeros años, José, María, sus tíos, Poncio Pilatos, Barrabás,futuros apóstoles, la Magdalena (como diría Sabina).
Todos ellos enfrascados en la defensa y ataque a José,situaciones cómicas que nos hacen ver a los personajes bíblicos con otros ojos, con más humanidad y credibilidad (je,je) por mucho que sea una novela.

Novela que se puede catalogar, desde mi punto de vista, entre histórico-policiaca, con un etilo de presente histórico y una jerga, del protagonista, que nos lleva desde un estilo soez y vulgar hasta el extremo de pedantería filosófica, todo ello, con una patina de humor muy sutil, al estilo Mendoza.

Totalmente recomendable para volver a engancharse a la lectura ya que es cortito y muy, pero que muy ameno.

Capt. 1

Que los dioses te guarden, Fabio, de esta plaga, pues de todas las formas de purificar el cuerpo que el hado nos envía, la diarrea es la más pertinaz y diligente. A menudo he debido sufrirla, como ocurre a quien, como yo, se adentra en los más remotos rincones del Imperio e incluso allende sus fronteras en busca del saber y la certeza. Pues es el caso que habiendo llegado a mis manos un papiro supuestamente hallado en una tumba etrusca, aunque procedente, según afirmaba quien me lo vendió, de un país más lejano, leí en él noticia de un arroyo cuyas aguas proporcionan la sabiduría a quien las bebe, así como ciertos datos que me permitieron barruntar su ubicación. De modo que emprendí viaje y hace ya dos años que ando probando todas las aguas que encuentro sin más resultado, Fabio, que el creciente menoscabo de mi salud, por cuanto la afección antes citada ha sido durante este periplo mi compañera más constante y también, por Hércules, la más conspicua.

Pero no son mis infortunios lo que me propongo relatar en esta carta, sino la curiosa situación en que ahora me hallo y la gente con la que he trabado conocimiento.

Mis averiguaciones me habían llevado, desde el Ponto Euxino al territorio que, partiendo de Trapezunte, se extiende al sur de la Cilicia, a un lugar donde existe una extraña corriente de agua oscura y profunda, que al ser bebida por el ganado vuelve las vacas blancas y las ovejas negras. Después de un día de viaje a caballo llegué solo al lugar por donde discurren estas aguas, me apeé y me apresuré a beber dos vasos, ya que el primero no parecía surtir ningún efecto. Al cabo de un rato se me enturbia la vista, el corazón me late con fuerza y mi cuerpo aumenta groseramente de tamaño a consecuencia de haberse interceptado los conductos internos. En vista de este resultado, emprendo el camino de regreso con gran dificultad, porque me resulta casi imposible mantenerme sobre el caballo y más aún orientarme por el sol, al que veo desplazarse de un extremo a otro del horizonte de un modo caprichoso.

Llevaba un rato así cuando oí una poderosa detonación procedente de mi propio organismo y salí disparado de mi cabalgadura con tal violencia que fui a caer a unos veinte pasos del animal, el cual, presa de espanto, partió al galope dejándome maltrecho e inconsciente.

No sé cuánto tiempo estuve así, hasta que desperté y me vi rodeado de un numeroso grupo de árabes que me miraban con extrañeza, preguntándose los unos a los otros quién podía ser aquel individuo y cómo podía haber llegado hasta allí por sus propios medios. Con un hilo de voz les dije que era un ciudadano romano, de familia patricia y de nombre Pomponio Flato, y que de resultas de una ligera indisposición me había caído del caballo.

Habiendo escuchado atentamente mi relato, deliberaron un rato sobre cómo proceder, hasta que uno dijo:

-Propongo que le robemos lo que todavía lleva encima, que le demos por el culo reiteradamente y que luego le cortemos la cabeza como suele hacer con los viajeros nuestra pérfida raza.

-Pues yo propongo -dice otro- que le demos agua y alimentos, lo subamos a un camello y lo llevemos con nosotros hasta encontrar quien pueda curarle y hacerse cargo de él.

-Bueno -dicen los demás con voluble facundia. Tras lo cual me levantan del suelo, me atan con sogas a la giba de un camello y reemprenden la marcha. Al ponerse el sol la caravana se detuvo e hizo campamento al pie de una duna, sobre la que se encendió una fogata y fue colocado un vigía para mantener alejados a los leones u otros merodeadores nocturnos.

Cinco días he viajado con estas gentes, de vida trashumante, pues no pertenecen a ningún lugar ni se detienen tampoco en ninguno, salvo el tiempo necesario para comprar y vender las mercaderías que transportan. La caravana está compuesta exclusivamente de hombres, monturas y bestias de carga. Si en sus breves paradas alguno entabla relación con una mujer, al partir la deja donde la ha encontrado, por más que ella insista en acompañarle. Con todo, son monógamos y muy fieles a las mujeres que han conocido, a las que visitan y colman de regalos cuando sus viajes los llevan de nuevo al lugar donde ellas habitan. En estas ocasiones, y también por un periodo muy breve, reanudan sus efímeras relaciones, por más que las mujeres se hayan aparejado de nuevo en el intervalo, cosa que comprenden y aceptan. Si de una unión ha habido hijos, los dejan con sus madres, pero proveen a su manutención. Cuando el niño cumple los siete años, lo recuperan y lo incorporan a la caravana. Como los hijos nacidos de una forma tan aleatoria son pocos, el grupo étnico acabaría por extinguirse. Para evitar que suceda tal cosa, roban niños, a los que crían y tratan como a verdaderos hijos. De esta manera su número no mengua, pero por la misma razón son temidos. Si alguno enferma de gravedad o por causa de su vejez ya no puede seguir llevando la dura vida de estas gentes, lo abandonan en un oasis con un odre de agua y un puñado de dátiles y la esperanza de que pase por allí otra caravana y reponga las parcas vituallas de su camarada. Como esto no sucede casi nunca, en los oasis que jalonan su ruta no es raro encontrar esqueletos rodeados de pepitas de dátil.

Como todos los nabateos, adoran a Hubal, a quien a veces llaman también Alá, y a las tres hijas de éste, que también consideran diosas, aunque de menor rango. Rezan todos juntos al empezar y al acabar el día, postrándose en la dirección en que, según sus cálculos, está Jerusalén.

1 comentario:

María dijo...

Como prometí me he puesto a leerlo, pero no puedo dar todavía ninguna opinión sobre él.
Me alegra que vuelvas a "dar vida" al blog.