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lunes, 25 de mayo de 2009

La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (Stieg Larsson)


Segundo volumen de la trilogía Millenium de Stieg Larsson, que he leído en tiempo record porque si el primer libro (Los hombres que no amaban a las mujeres) resultó ser trepidante, en este segundo la trama no te deja un segundo de respiro. Los hechos se desencadenan a una velocidad vertiginosa y tienes que estar con los cinco sentidos para no pasar nada por alto, ninguna pista que pueda llevar a descubrir quién es Zala, quién es el asesino, quién incrimina a nuestra Lisbeth Salander, quién es quién, porque, realmente, nada es lo que parece, en definitiva, no se como lo vais a hacer para llevaros de vacaciones los dos libros, porque otra cosa serán, pero de bolsillo, precisamente, no.
De todas formas, yo quitaría ropa de la maleta y no me iría sin ellos.

Así comienza "La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina"
"Estaba atada con correas de cuero a una estrecha litera
con una estructura de acero templado. El correaje le
oprimía el tórax. Se hallaba boca arriba. Tenía las manos
esposadas paralelamente al cuerpo.
Hacía mucho tiempo que había desistido de todo
intento de soltarse. Estaba despierta pero con los ojos
cerrados. Si los abriera sólo vería la oscuridad; la única
luz existente era un tímido rayo que se filtraba por encima
de la puerta. Tenía mal sabor de boca y ansiaba la -
varse los dientes.
Una parte de su conciencia aguardaba el sonido de
unos pasos que anunciaran la llegada de él. Ignoraba
qué hora de la noche era, pero le parecía que empezaba
a ser demasiado tarde para que él la visitara. Una repentina
vibración de la cama le hizo abrir los ojos. Era como
si una máquina se hubiese puesto en marcha en algún
lugar del edificio. Unos segundos después ya no estaba
segura de si se trataba de un ruido real o de si se lo había
imaginado.
Tachó un día más en su mente.
Era el número cuarenta y tres de su cautiverio.
Le picaba la nariz y giró la cabeza de tal manera que
pudo rascarse contra la almohada. Sudaba. En la habitación
hacía calor y el aire resultaba sofocante. Llevaba un sencillo
camisón que se le arrugaba en la espalda. Al mover la cadera pudo atrapar la prenda con los dedos índice y
corazón para irla bajando, centímetro a centímetro, por
uno de los lados. Repitió el procedimiento con la otra
mano. Pero el camisón presentaba todavía un pliegue en
la parte inferior de la espalda. El colchón estaba arrugado
y no era nada confortable. A causa de su absoluto aislamiento,
todas las pequeñas impresiones, en las que en
otras circunstancias no habría reparado, se intensificaban
considerablemente. El correaje estaba lo bastante
flojo como para que pudiera cambiar de postura y ponerse
de lado, pero le resultaba incómodo, ya que entonces
debía tener una mano en la espalda y se le dormía el
brazo.
No tenía miedo. En cambio, sentía una rabia contenida
cada vez mayor.
Al mismo tiempo, le atormentaban sus propios pensamientos,
que se transformaban constantemente en desagradables
fantasías sobre lo que iba a ser de ella. Odiaba
esa forzada indefensión. Por mucho que intentara concentrarse
en otra cosa para pasar el tiempo y olvidarse de
su situación, la angustia siempre acababa por aflorar.
Flotaba en el aire como una nube de gas que amenazaba
con penetrar por sus poros y envenenar su existencia.
Había descubierto que la mejor manera de mantener
alejada esa angustia era imaginándose algo que le transmitiera
una sensación de fuerza. Cerró los ojos y evocó
el olor a gasolina.
Él estaba sentado en un coche con la ventanilla bajada.
Ella se acercó corriendo, echó la gasolina al interior y encendió
una cerilla. Fue cuestión de segundos. Las llamas surgieron
en el acto. Él se retorcía de dolor mientras ella oía sus
gritos de horror y sufrimiento. También pudo sentir el olor de
la carne quemada y otro más intenso, a plástico y espuma,
producido por los asientos, que se estaban carbonizando.

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